Carta de S.S.
Juan Pablo II
al Cardenal Keeler
Arzobispo de
Baltimore y Presidente del Comité de Actividades Pro-Vida de la Conferencia
Episcopal de los Estados Unidos
A mi venerado hermano Cardenal William Henry Keeler
Arzobispo de Baltimore Presidente de la
Comisión episcopal para las actividades en favor de la vida
Mientras está reunido en Washington con muchas
personas y grupos comprometidos en la defensa de la vida humana, le envío mi
saludo en el Señor, con la seguridad de mis oraciones por el éxito de ese
importante encuentro organizado conjuntamente por la Comisión Episcopal para las
actividades en favor de la vida y el Consejo Pontificio para la
Familia.
Durante la Asamblea especial para América del Sínodo
de los obispos del año pasado, los obispos del continente insistieron de forma
inequívoca en el deber del cristiano de defender y promover la vida humana desde
el momento de su concepción hasta el de su muerte natural, y elogiaron a quienes
han cumplido con generosidad y valentía este deber (cf. Ecclesia in America,
63). Más recientemente, los obispos de Estados Unidos han publicado la
declaración "Vivir el evangelio de la vida: un desafío para los católicos
norteamericanos", que se hace eco espléndidamente de la voz del Sínodo y de la
enseñanza de mi carta encíclica Evangelium Vitae.
Vuestro encuentro es un signo más de que en Estados
Unidos el evangelio de la vida ha encontrado un terreno fértil en el que puede
crecer y dar fruto, precisamente porque ilumina una cuestión de suma importancia
para la sociedad, una cuestión tan esencial que nadie puede permanecer
indiferente.
Al final del siglo XX estamos asistiendo a una
paradoja singular: se niega el carácter sagrado de la vida humana apelando a la
libertad, a la democracia, al pluralismo e, incluso, a la razón y a la
compasión.
Como subraya la declaración de los obispos, las
palabras han perdido su significado (cf. Vivir el evangelio de la vida, 11), y
nos hemos quedado con una retórica en la que el lenguaje de la vida se utiliza
para promover la cultura de la muerte. La libertad se ha separado de la verdad,
y la democracia, de los valores morales necesarios para su supervivencia; una
noción errónea de pluralismo pierde de vista el bien común; la razón con
frecuencia se niega a ocuparse de las verdades que trascienden la experiencia
empírica; y un falso sentido de compasión es incapaz de afrontar los límites y
las exigencias de nuestra naturaleza de seres creados y dependientes. Se invoca
constantemente el lenguaje de los derechos humanos, mientras que se viola
continuamente el más elemental de los derechos, el derecho a la vida. Los
obispos han identificado la fuente de esta contradicción en la confusión moral
que deriva inevitablemente de "la reestructuración gradual de la cultura
norteamericana según los ideales de utilidad, productividad y rentabilidad" (ib., 3).
A menudo la confusión es tan grande que mucha gente cree que la opinión de la
mayoría determina la diferencia entre bien y mal, e incluso los puntos de apoyo
tradicionales de la vida humana, como la familia, el derecho y la medicina,
algunas veces se ponen al servicio de la cultura de la muerte. En estas
circunstancias, los cristianos deben actuar. Se trata de una exigencia
fundamental no sólo del seguimiento de Cristo, sino también de la democracia,
que florece cuando "las personas convencidas exponen con gran vigor sus
opiniones, con todos los medios éticos y legales de que disponen" (ib., 24).
Esto no es fácil en una situación en la que a veces se tergiversa
deliberadamente la doctrina de la Iglesia y se desprecia a quienes la promueven.
Pero no podéis permitir que nada de esto enturbie vuestra visión o disminuya
vuestras energías.
Es preciso que vuestra acción se lleve a cabo tanto
en el campo de la educación como en el de la política. Debe darse una catequesis
completa sobre el evangelio de la vida en todos los ámbitos de la comunidad
católica. Los católicos sufren un gran influjo del ambiente cultural que los
rodea y, por tanto, es preciso que esta catequesis afronte los aspectos de la
cultura dominante que amenazan la dignidad y los derechos humanos.
Esta catequesis tiene como objetivo el cambio de
percepción y la transformación del corazón que acompaña a la verdadera
conversión (cf. Ef 4, 23). La
llamada a la conversión debe resonar en vuestros hogares, parroquias y escuelas,
con completa confianza en que la doctrina de la Iglesia acerca de la
inviolabilidad de la vida está plenamente de acuerdo tanto con la recta razón
como con las más profundas aspiraciones del corazón humano. Este esfuerzo
educativo abrirá cada vez más el camino para que los católicos ejerzan una
influencia pública positiva como ciudadanos de su país, sin invocar falsamente
la separación entre Iglesia y Estado con el fin de relegar la visión cristiana
de la dignidad humana a la esfera de las opiniones privadas. La opción en favor
e la vida no es una opción privada, sino una exigencia básica de una sociedad
justa y moral.
La preocupación en favor de la vida debe estar
presente en todos los aspectos de la actividad pastoral de la Iglesia. Espero
que vuestro encuentro sea signo del empeño de toda la comunidad católica por
poner en práctica la enseñanza de la declaración "Vivir el evangelio de la
vida"; que ayude a coordinar mejor las actividades de los diferentes grupos
implicados; y que fortalezca la decisión de muchas personas de continuar sus
esfuerzos generosos y constantes. Encomendando a todos los participantes en el
encuentro de Washington a la protección amorosa de María, Madre el Redentor, que
es el camino, la verdad y la vida (cf. Jo 14, 6), les imparto de buen grado mi
bendición apostólica.
Vaticano, 20 de febrero de
1999